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El derecho humano de acceso a la justicia 

  • EDITORIAL
  • 7 abr
  • 4 Min. de lectura



En México, el derecho humano de acceso a la justicia atraviesa una de sus etapas más críticas. A la histórica falta de recursos y a los problemas estructurales de nuestros sistemas judicial y penitenciario, se suma ahora un fenómeno profundamente preocupante: la incursión de jueces, magistrados y ministros en campañas políticas. Mientras el país vive una crisis de rezago judicial, operadores clave de los sistemas de impartición de justicia dedican su tiempo y esfuerzos a la promoción electoral, lo cual plantea serias implicaciones éticas, institucionales y de derechos humanos. De acuerdo con el Cuaderno Mensual de Información Estadística Penitenciaria Nacional de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, correspondiente al mes de febrero de 2025, 91,065 personas se encuentran privadas de libertad sin sentencia firme. Es decir, un 37.9 % de la población penitenciaria en México permanece encarcelada sin que el Estado haya determinado aún su culpabilidad o inocencia. Estas cifras no son meros datos administrativos: representan miles de historias de personas cuyo derecho a ser juzgadas en un plazo razonable está siendo vulnerado. Detrás de cada número hay una persona esperando que alguien la escuche, revise su caso y dicte justicia. Este escenario se agrava aún más cuando se revisan los indicadores sobre capacidad institucional. México cuenta con apenas 4.4 jueces por cada 100 mil habitantes, mientras que el estándar internacional sugerido por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) es de al menos 65 jueces por cada 100 mil personas. En estados como el Estado de México, la situación es todavía más grave, con solo 2.8 jueces por cada 100 mil habitantes. Este déficit no solo retrasa la impartición de justicia: profundiza la desigualdad, porque quienes más sufren las demoras son justamente las personas en condiciones de mayor vulnerabilidad. Es en este contexto, ya de por sí crítico, donde se inserta una reforma que amenaza con llevar al colapso lo poco que queda en pie. La reforma constitucional aprobada en septiembre de 2024 introdujo por primera vez la elección popular de más de 800 cargos judiciales a nivel federal, incluyendo las 9 ministras y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Esta decisión no partió de un diagnóstico técnico ni de un análisis serio sobre las causas del rezago judicial, de conformidad con lo dicho por los representantes del propio Estado mexicano ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en la audiencia temática del pasado 12 de noviembre de 2024. Como bien lo señaló la CIDH en su comunicado 213/24 del 12 de septiembre de 2024, se advierte la preocupación por la aprobación de la reforma judicial y “los posibles impactos en el derecho de acceso a la justicia, en las garantías de independencia judicial y en la vigencia del Estado de Derecho”, y representa un serio riesgo de regresividad en el cumplimiento de las obligaciones internacionales de México. Los primeros indicios de este riesgo se materializaron incluso antes del arranque formal de las campañas. En enero de 2025, el diario El País documentó cómo tres ministras de la Corte –Yasmín Esquivel, Loretta Ortiz y Lenia Batres– realizaron actividades de promoción personal en distintos estados de la República, antes de que el Instituto Nacional Electoral autorizara oficialmente las campañas judiciales. Se presentaron en eventos organizados por legisladores afines al oficialismo, ofrecieron entrevistas en medios y difundieron materiales en redes sociales para posicionar sus perfiles. Pese a que el marco normativo prohíbe actos anticipados de campaña y el uso de recursos públicos para fines electorales, las autoridades electorales no sancionaron estas conductas. La impunidad con la que actuaron estos perfiles judiciales sienta un precedente sumamente peligroso: quienes deben ser garantes de la legalidad, se colocan por encima de la ley. Más allá de las formas, el problema de fondo radica en lo que este fenómeno significa para la justicia como función pública. Un juez que está en campaña no puede garantizar imparcialidad ni apariencia de imparcialidad, ambas condiciones indispensables para que un proceso judicial sea legítimo.

La Relatora Especial de Naciones Unidas sobre la independencia de magistrados y abogados, Margaret Satterthwaite, advirtió en julio de 2024 que la elección judicial por voto popular expone a los jueces a un incremento en “el riesgo de que los candidatos a magistrados busquen complacer a los votantes o a patrocinadores de campañas con el fin de incrementar sus posibilidades de reelección, en lugar de tomar decisiones fundamentadas exclusivamente en principios y normas jurídicas“. En un país como México, donde las estructuras criminales tienen una alta capacidad de infiltración institucional, abrir las puertas del poder judicial a la lógica electoral implica un riesgo inaceptable para la independencia judicial y, por lo tanto, para el acceso a la justicia. La justicia no necesita de urnas. Necesita garantías. Necesita jueces con formación técnica, con independencia, con condiciones institucionales para ejercer su labor con integridad. Necesita ministros que protejan los derechos humanos consagrados en la constitución, no los intereses de agentes económicos o políticos. Lo que hoy vemos no es la democratización del sistema judicial, como se argumenta desde el discurso político: es su progresiva erosión. Lo que se nos está arrebatando no es el voto para elegir a los jueces, sino la garantía de que esos jueces resolverán nuestros conflictos con base en el derecho, no en la lógica de los aplausos o las encuestas.

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