Tan importante como cambiar el mundo, es empezar por cambiarse uno mismo, huyendo de las necedades
Víctor Corcoba Herrero
Reivindico el rescate poético de los océanos, esa belleza natural que hemos de conservar y proteger, pues forman parte de nuestro pulso viviente, de nuestro propio sentir que camina y se regenera por estos espacios inmensos, escenario habitual de los más sublimes latidos, renaciéndonos a una biografía de sueños, que es lo que hace que la vivencia sea interesante. Por consiguiente, dejemos de plantar cementerios en el maravilloso mundo naval, conservemos su esencia y hasta el color de su piel, para crecernos como poetas, y poder recrearnos ante su perenne lenguaje de olas, y así concebir una hermenéutica adecuada, que respete los timbres de la naturaleza y los delicados equilibrios que conforman las expresiones del agua; que es lo que, en definitiva, da firmeza al poema que somos.
En efecto, formamos parte de esa poesía en perpetuidad que no podemos manipular a nuestro antojo. Ahí está el aire dándonos fortaleza. También allá está el mar, unas veces bravo y en otras ocasiones más sereno, donándonos su abecedario de asombros reconstituyentes. Pensemos que el líquido elemento es como aquel astro que nos indica la ruta a tomar, porque nos pone alas y nos vierte pureza. Lo mismo nos sucede con la corriente del viento, acariciándonos el alma. Desde luego, las verdaderas galaxias de nuestra historia son las personas, aquellas que han sabido vivir con la métrica de la rectitud en sus andares. Ojalá aprendamos, no obstante, a llevar consigo la melódica loa de ser agradecidos con quien es el eje central de nuestras relaciones, el manantial de los azules. Por eso, tan importante como cambiar el mundo, es empezar por cambiarse uno mismo, huyendo de las necedades.
Hoy más que nunca se precisan gentes con verbo, pero también con ánimo responsable, que nos facilite el cambio de actitudes, ante el deterioro del medio ambiente, los océanos y los mares. Se me ocurre reflexionar sobre esos trece millones de toneladas de plástico que se filtran en los piélagos cada año, lo que provoca, entre otros deterioros, la muerte de cien mil especies marinas. Téngase presente que estas profundas extensiones costeras actúan como verdadero aliento del planeta. Proporcionan la mayor parte del oxigeno que respiramos. Asimismo, son fuente de alimento y medicinas. De igual modo, forman parte fundamental de esa versátil envoltura viva que nos armoniza, haciendo bucólica y racional la esperanza de observar luz en otros lugares donde antes nos parecían sombras.
En consecuencia, esas masas de agua oceánicas, que tienen la capacidad de envolvernos en su mística, lo que hace es invitarnos a reflexionar sobre nuestros orígenes. No olvidemos que todo se cierne sobre la faz de los reflejos. Los océanos han de unirnos en ese afán idílico con el que todos soñamos. Sea como fuere, estamos llamados a acrecentar esa estrofa que nos esclarece y clarifica, con espíritu activo, embelleciendo con nuestras pinceladas paradisíacas todos nuestros trayectos recorridos, como si todo dependiese de la musa creativa, pero también trabajando de continuo y tenazmente por aquello que anhelamos.
Nuestras manos han de estar siempre a pie de obra, para bien o para mal. Hagámoslo como ángeles que custodian los dones recibidos del autor existencial, en particular los cursos de agua, la toga de los mares, así como la gran meseta marina que cubre el 71% de la superficie de la tierra, siendo el Pacífico el mayor de todos. Armonicémonos al albor de su rociado efecto de placenteros afectos. Luego, si aún nos resta empuje, propiciemos en todos ellos el gran baño de la conciencia, ya sea en el Atlántico o en el Índico, en el Ártico y Antártico, o en el mismísimo Pacífico; al fin surgirá por sí mismo el más nítido cantar, aquel que germina por deleite y concluye en sabiduría. Esto suele pasar cuando se respeta por convicción el océano de la vida. Dicho queda.
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